Autor: Lic. Oscar Anzorena
Uno de los temas de discusión y debate en ámbitos académicos y empresariales, es cómo se debe realizar el aprendizaje del conjunto de habilidades y competencias relacionadas con un eficaz desempeño del rol de liderazgo.
Este debate es generado por la coincidente valoración que se realiza acerca de la escasa efectividad de la mayoría de los programas de capacitación tendientes a la adquisición de estas competencias. Muchas empresas invierten importantes sumas de dinero en programas de capacitación que, por más que sean de muy buena calidad (no todos lo son) y por más que los participantes salgan de estos eventos sumamente motivados y entusiasmados, en la evaluación a mediano plazo se comprueba que han logrado exiguos resultados en cuanto a la efectiva incorporación de competencias y su aplicación al puesto de trabajo. Se verifica que los participantes de estos programas han adquirido conocimientos e información pero no han logrado in-corporar (meter en el cuerpo) nuevas habilidades y destrezas que se contrasten en la práctica cotidiana.
Esta ecuación de deficiente retorno de la inversión en capacitación, sumada a la creciente importancia que se le adjudica al desarrollo de estas competencias en quienes conducen y lideran equipos de trabajo, pone en cuestionamiento las metodologías de capacitación y desarrollo de las personas en las organizaciones.
Buceando en este sentido, analizando las prácticas más modernas pero también las más antiguas, llegó a mis manos un estudio realizado por un grupo de antropólogos que investigó las costumbres de los indios Sioux en Norteamérica. Uno de los temas que captó mi atención y que considero que puede aportar algunas pistas para el tema en cuestión, es el análisis de las prácticas rigurosas y sistemáticas que realizaban los Sioux para formar a sus hombres como guerreros y cazadores. Es decir, traducido a términos de gestión empresaria, se analiza cuál era su política de capacitación y desarrollo para lograr la adquisición de las competencias necesarias para desempeñarse en forma efectiva en un mercado altamente competitivo.
Consideremos que la formación de los varones de la tribu para ser excelentes guerreros y cazadores, era el elemento clave para la sobrevivencia de la comunidad. En este sentido el primer elemento a tener en cuenta es que la práctica de formación y entrenamiento estaba alineada con la Visión Compartida de la comunidad y con la Visión Personal de cada uno de sus integrantes. Todos los miembros de la tribu eran concientes de la importancia de esta formación y cada uno de los jóvenes que se iniciaba en la misma, sentía un gran orgullo de participar de este proceso. Llegar a ser guerreros y cazadores era el objetivo máximo de sus vidas y esto actuaba como estimulante y motivador. Es decir, existía un sentido de finalidad compartido y esto impulsaba a los jóvenes guerreros a sortear todos los obstáculos que se les pudieran presentar y a su vez recibían el estímulo y apoyo de los instructores, los compañeros y los familiares.
La “política de desarrollo” tenía un objetivo y un tiempo limitado. La instrucción comenzaba cuando el niño, alrededor de los diez años podía realizar y coordinar sus movimientos, y la meta propuesta era alcanzar las habilidades propias de los cazadores y guerreros, entre los doce y trece años.
El proceso tenía un inicio claro y con un alto contenido simbólico y emocional, el padre le entregaba a su hijo un arco y flechas, construidos con sus propias manos y adecuados a sus dimensiones y a su fuerza. A partir de allí comenzaba el entrenamiento hasta lograr su completo dominio, oportunidad en que salían a hacer la cacería de presas pequeñas. Existía un momento de práctica y entrenamiento que estaba dirigido por lo que hoy denominaríamos un instructor, que también desempeñaba el rol de facilitador o coach. Era el responsable de brindarles los conocimientos, de realizar el seguimiento del proceso de aprendizaje y apoyarlos y acompañarlos a superar las dificultades. También existía otro momento donde los aprendices salían de caza y lo hacían en pequeños grupos, acompañados por los practicantes más avanzados que les iban transmitiendo su experiencia sobre el terreno concreto. Lo que hoy llamaríamos un mentor.
Un rol fundamental en el proceso lo constituía el apoyo y el aliento del grupo de aprendizaje. El compartir experiencias y éxitos, el sentirse validados, apoyados y estimulados en el aprendizaje continuo consolidaba los lazos e impulsaba a sus integrantes a asumir los desafíos, como acción permanente para el bien propio y el de la comunidad. Cuando el niño traía su primera presa, toda la familia lo agasajaba y celebraba y esto constituía un invalorable estimulo para el novel cazador.
Recién cuando se evaluaba que había cumplido satisfactoriamente la primera etapa de adiestramiento, estaba en condiciones de ingresar a una nueva etapa y era así que le entregaban un arco y flechas más poderosas. Se repetía la metodología del aprendizaje en la búsqueda de mejorar la destreza y lograr la caza de una presa mayor, un ciervo. Se renovaban las celebraciones al concluir el objetivo y así se entraba en la tercera y última etapa del entrenamiento, donde las armas ya eran de adultos y la gran coronación como cazador y guerrero (la certificación de las competencias) era la caza de su primer bisonte.
Sin duda, para el pueblo de los Sioux, el éxito en el proceso de aprendizaje no era una mera formalidad, una meta que debía cumplir el área de capacitación, sino la clave para su sustento y la defensa de sus territorios. Si pensáramos que los desafíos que nos plantea la competitividad actual de los mercados son del nivel que la subsistencia les planteaba a esta tribu, tal vez podamos extraer algunas enseñanzas. Por ejemplo, la necesidad de alinear la capacitación con la Visión, la de vincular la efectividad laboral con el desarrollo personal, la de generar comunidades de práctica y la de combinar el entrenamiento con el coaching, pero fundamentalmente la de no confundir la adquisición de conocimientos con la incorporación de competencias.